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José Alberola Baeza. Historia de un fusilamiento

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Por Serafín Serrano.

Recientemente he tenido la ocasión de conocer a una mujer y una historia. Un relato al que ha merecido la pena dedicar tiempo en su investigación y escritura. Y les garantizo que no se arrepentirán de brindar unos minutos a su lectura. Comienza con una pequeña nota manuscrita…


– “Adorada Luisa. Dentro de pocas horas habré dejado de pertenecer al mundo de los vivos…”


Con estas aterradoras palabras comenzaba José la que sería su última carta. Unas letras de despedida que dirigía a su esposa la noche anterior a ser trasladado al cementerio de Granada. Allí, junto con otros desafortunados que corrían similar destino, se encontraría frente al pelotón de fusilamiento que lo ejecutaría por “orden de Tribunal Militar”, presidido por el jurista castrense Adolfo Hidalgo, el día 30 de marzo de 1937. En el registro del cementerio de Granada rezaría como causa de la muerte: “herida por arma de fuego”.

Este documento constituía una prueba objetiva e irrefutable de fusilamiento y entierros “reconocidos” en el cementerio de Granada durante la Guerra Civil española. Y el de José sólo era uno de los 2.120 nombres que lo completaban. Un registro que sería reproducido por el historiador Ian Gibson antes de ser destruido en 1966 por orden de Manuel Pérez, entonces alcalde de Granada.

Gabriel Jackson, en su obra  “La República española y la Guerra Civil” (Ed. Crítica, 1995) describe de una manera desgarradora cómo fueron los últimos minutos de la vida José: «Los prisioneros fueron amontonados en el patio del Ayuntamiento y fueron juzgados sin testigos por tres jueces militares y condenados a muerte por rebelión militar. Con los brazos atados con cuerdas fueron sacados a la calle, cargados en camiones y llevados al cementerio”.

“… ahora es cuando comprendo todo lo que me querías y lo necio que he sido  en mi vida al no comprender del todo el inmenso cariño que me tienes. Pago bien caro mi error…”


José, campellero de nacimiento y farmacéutico de profesión, se había afincado en Granada buscando fortuna. Acababa de cumplir 33 años de edad y, a pesar de los consejos de su esposa, adquirió un compromiso social crítico al alzamiento que, como a otros tantos, terminó costándole la vida.


A Luisa no se le permitió ni “llorar su muerte”. Rafael Torres (“Desaparecidos de la Guerra de España (1936-?), Ed. La Esfera de los Libros, 2002) relata de una manera estremecedora cómo fueron las horas posteriores al fusilamiento del farmacéutico: “Los cuerpos eran enterrados en grupos de dos o tres, sin ataúdes, sin cruces, sin identificación, y pronto hubo que ensanchar el patio…  A los familiares se les vedaba el acceso al cementerio y ni exteriorizar el dolor podían, pues estaba oficialmente prohibido vestir de luto«

“… dejo el mundo de los vivos con gran sentimiento. No por la pérdida de la vida, si no sólo por ti y por el hijo que aún ha de nacer…”.


Luisa estaba embarazada de siete meses cuando José fue ejecutado. Y aunque se evidencia que el desdichado deseaba un varón, exactamente 59 días después de su ejecución Luisa dio a luz a una hermosa muchacha. Una de las que más tarde serían conocidas como “niñas de la posguerra”, y a la que la obligada viuda llamó Josefa en recuerdo de su esposo.

Pepita, que es como le gusta que llamen a esta encantadora mujer, está a unos días de celebrar su 81 cumpleaños. Afincada prácticamente toda su vida en San Vicente, vive en una modesta casa con su marido, su hijo y sus más de 20 gatos. Y el constante y admirable recuerdo de su padre. Una niña a la que una ridícula guerra le arrebató el derecho a conocer. Una mujer que no olvida.

Conserva en un desgastado álbum alguno de los títulos académicos obtenidos por su padre, unas pocas fotografías y esa nota manuscrita. Un documento histórico que recoge el pensamiento, sentimiento y pesar de un hombre sentenciado a muerte, y que se ha convertido en el espíritu de este relato.

“… No te pido más que el vivir yo en tu memoria como tú vivirás en mi espíritu y te pido con la mayor pasión que me perdones todo lo que te he hecho sufrir. Cultiva mi memoria en nuestro hijo y dile que su padre muere con la tragedia de no conocer al que le tiene que suceder…”.

Y Luisa cumplió escrupulosamente ese último deseo de su esposo porque cada día… cada noche… Pepita mantiene viva la memoria y el espíritu de su padre (aunque él deseara un varón). Un hombre al que “alguien o algo” le negó el legítimo derecho a conocer.

Sirva este humilde texto como homenaje y recuerdo. Porque debemos mantener viva la memoria de José, así como la de los miles de españoles y españolas que perdieron su vida en una estúpida guerra que enfrentó a hermanos, y que nunca debió suceder. Aprendamos de nuestros errores… y no olvidemos para evitar que se repitan.

Por Serafín Serrano.